jueves, 17 de julio de 2014

En la finca

Recuerdo una época muy feliz de la banda. Los fines de semana en la finca de los Troconis. 
Con Pablo, Alberto, Cayayo, Edgar y luego el Pingüino. 
Cargábamos los equipos en la camioneta de Alberto 
y el resto de nosotros se iba en el Maverick del Pingüi o con Pablo en su Malibú. 
Había que tomar la vía a Mariche y luego seguir una carretera que lleva a los Valles del Tuy. 
La finca estaba por ahí, muy cerca de Mariche. Era fácil pasarse la entrada.
Allá nos recibía el señor Andrés, que cuidaba la finca y la protegía de todo mal. 
Era un lugar muy tranquilo y apenas podía oírse el ruido de algún carro en la carretera. 
Esos paseos nos servían para escribir canciones y ensayar. 
Salir de Caracas siempre fue buena terapia. También era un rato para convivir. 
Cocinar, lavar platos, limpiar y ordenar un poco. Era una casa rústica con una especie de corredor amplio a la entrada que usábamos para instalar el equipo. Ampis de guitarra, bajo, batería 
y unas cornetas Altec para las voces. 
Un pequeño trabajo era montar y desmontar ese equipo. 
Y en ese momento era el mejor trabajo del mundo.  
En otras ocasiones, la finca era sitio perfecto para hacer unas fiestas alucinantes. 
Sin duda, fui el menos rumbero de la banda y aún así, la pasaba bien. 
Fueron buenos tiempos para nosotros. Esos paseos nos acercaban más a la música 
y brindaban solidez a la banda. 
Unos años antes, Cayayo me invitó a la finca con su familia. Estábamos estudiando juntos 
para un exámen de matemática. Yo estaba arrastrando esa materia de primer año 
y Cayayo me alcanzó. El bachillerato fue un laberinto para mí. En fin.
Al llegar a la finca, nos pusimos unas botas militares y fuimos a recorrer el terreno. Mi hermano mayor había estudiado en el liceo militar Monseñor Arias y tomé prestadas sus botas. Cayayo también consiguió unas. En la caminata perdimos el rumbo y decidimos volver por la carretera. Casi enseguida una patrulla se detuvo a interrogarnos. Al ver que no teníamos cédula, nos llevaron a la jefatura en Santa Lucía. Un pueblo a pocos kilómetros. 
No nos encerraron porque éramos menores de edad. Cayayo tenía unos 14 y yo 15 años. 
Ahí pasamos varias horas sentados en un banco mientras unos personajes sórdidos 
nos hacían propuestas obscenas desde un calabozo. La escena era espeluznante. 
Finalmente, llegó el viejo Humberto a rescatarnos en su Ford LTD azul. El papá de Cayayo era un señor con mucha determinación y en su casa sabía imponer disciplina. A mí lograba intimidarme con su voz. Esa vez nos llamó la atención y nos advirtió de los peligros de esa carretera. 
Fue sólo un regaño. 
Nos quedamos en silencio hasta llegar a la finca y nos pusimos a estudiar matemática. 
A pesar de nuestro encuentro con la policía local, era una placer visitar ese lugar 
y compartir un rato con los Troconis. Son todos muy especiales.  
Ciertamente, el viejo Humberto y Flor Troconis plantaron buenas semillas. 

Diez hermanos maravillosos.