Con Pablo, Alberto, Cayayo, Edgar y luego el Pingüino.
Cargábamos los equipos en la camioneta de Alberto
y el resto de nosotros se iba en el Maverick del Pingüi o con Pablo en su Malibú.
Había que tomar la vía a Mariche y luego seguir una carretera que lleva a los Valles del Tuy.
La finca estaba por ahí, muy cerca de Mariche. Era fácil pasarse la entrada.
Allá nos recibía el señor Andrés, que cuidaba la finca y la protegía de todo mal.
Era un lugar muy tranquilo y apenas podía oírse el ruido de algún carro en la carretera.
Esos paseos nos servían para escribir canciones y ensayar.
Salir de Caracas siempre fue buena terapia. También era un rato para convivir.
Cocinar, lavar platos, limpiar y ordenar un poco. Era una casa rústica con una especie de corredor amplio a la entrada que usábamos para instalar el equipo. Ampis de guitarra, bajo, batería
y unas cornetas Altec para las voces.
Un pequeño trabajo era montar y desmontar ese equipo.
Y en ese momento era el mejor trabajo del mundo.
En otras ocasiones, la finca era sitio perfecto para hacer unas fiestas alucinantes.
Sin duda, fui el menos rumbero de la banda y aún así, la pasaba bien.
Fueron buenos tiempos para nosotros. Esos paseos nos acercaban más a la música
y brindaban solidez a la banda.
Unos años antes, Cayayo me invitó a la finca con su familia. Estábamos estudiando juntos
para un exámen de matemática. Yo estaba arrastrando esa materia de primer año
y Cayayo me alcanzó. El bachillerato fue un laberinto para mí. En fin.
Al llegar a la finca, nos pusimos unas botas militares y fuimos a recorrer el terreno. Mi hermano mayor había estudiado en el liceo militar Monseñor Arias y tomé prestadas sus botas. Cayayo también consiguió unas. En la caminata perdimos el rumbo y decidimos volver por la carretera. Casi enseguida una patrulla se detuvo a interrogarnos. Al ver que no teníamos cédula, nos llevaron a la jefatura en Santa Lucía. Un pueblo a pocos kilómetros.
No nos encerraron porque éramos menores de edad. Cayayo tenía unos 14 y yo 15 años.
Ahí pasamos varias horas sentados en un banco mientras unos personajes sórdidos
nos hacían propuestas obscenas desde un calabozo. La escena era espeluznante.
Finalmente, llegó el viejo Humberto a rescatarnos en su Ford LTD azul. El papá de Cayayo era un señor con mucha determinación y en su casa sabía imponer disciplina. A mí lograba intimidarme con su voz. Esa vez nos llamó la atención y nos advirtió de los peligros de esa carretera.
Fue sólo un regaño.
Nos quedamos en silencio hasta llegar a la finca y nos pusimos a estudiar matemática.
A pesar de nuestro encuentro con la policía local, era una placer visitar ese lugar
y compartir un rato con los Troconis. Son todos muy especiales.
Ciertamente, el viejo Humberto y Flor Troconis plantaron buenas semillas.
Diez hermanos maravillosos.
Apreciado Wincho! Recuerdo con afecto un par de esas gratas experiencias en la Finca de los Troconis. En una de ellas estuve mientras improvisaban las primeras frases del tema "Me quedé en un tono"Jeje! Mientras Pablo improvisaba Cayayo subió el tono y la siguiente frase de Pablo fue "...un tono más arriba..." etc. mientras Alberto supervisaba desde la batería. Otra cosa que recuerdo es que amanecíamos todos con un ratón pero tú fresco a hacer piscinas, ajeno a este tóxico. Los Troconis fueron personas a las que les tomé mucho carino, en especial a sus padres Humberto, Flor y por supuesto Nanana. Abrazo
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